20 de agosto de 2008

El Decálogo (Krzystof Kieslowski, 1989): Bajo la niebla de Varsovia

Pawel tiene ocho años, los ojos grandes y la mente limpia e inquieta de un niño. Cuando es testigo- por primera vez- del último suspiro de un ser vivo, su cabeza se llena de preguntas. “Después de la muerte”, ¿qué queda de nosotros?” “La memoria de lo que hicimos en los demás" le responde su padre, acorde al prisma racional con que ve la vida. Pero Pawel queda inconforme, porque intuye que en esa respuesta no hay cabida para el alma, o la potencial existencia de una. Porque siente que él sí la tiene, y está preocupado por ella. Entonces, recurre a su tía, y ella intenta traspasarle su fe: “La vida no se trata de hacerle las cosas más fáciles a los otros mientras vivimos, sino que hacerlos felices para que nos mantengan en su memoria cuando no estemos”. Por fin, los ojos de Pawel se tranquilizan.

El es el protagonista de El Decálogo 1 (Amarás a Dios por sobre todas las cosas), primero de una serie de telefilmes realizados por Krzystof Kieslowski para la televisión polaca, basados en su reinterpretación de Los 10 Mandamientos. A lo largo de su obra- en la que destaca la trilogía Blue, Rouge y Blanc- el realizador encontró un leit motiv que tiene su génesis en el mundo documental; priorizar los silencios antes que el ruido, la detención antes que la acción, los conflictos antes que la evasión. Su cine se basó en lo más oscuro de la condición humana que era, al mismo tiempo, lo que lo movía hacia la luz de su obra. Plasmar un alma en un rostro, la atmósfera en un encuadre, la desolación en un gesto de apariencia fútil.

Aunque parecen no saberlo, los mundos de los protagonistas de cada decálogo están irrevocablemente conectados; por un condominio de edificios dónde cohabitan sin tener noción, por la bruma gris del invierno de Varsovia, por la música de fondo que emerge como telón de fondo detrás de sus historias, por un cruce fortuito en medio del parque. Pero más allá del espacio-tiempo, su unión radica en que todos buscan resolver inquietudes esenciales. Algunos inmersos en la inocencia de los primeros años, otros en el ocaso de su existencia, otros cuando parece que la vida ya no les dará más oportunidades.

Mientras cuestionan, observan, y encaran su realidad, descubren que no siempre hay finales felices, aun cuando se trata del celuloide. Kieslowski, en su infinita riqueza interior, despliega sus inquietudes más profundas y las disgrega al acoplarlas a 10 mandamientos que para muchos representan una decena de principios irrefutables, pero para él son un fértil punto de partida de nuevos cuestionamientos. Porque, aunque ante los ojos del catolicismo llegaron al mundo por un cable divino, son los seres humanos los que los interpretan y aplican. Y precisamente ahí radica su potencial imperfección.

5 de agosto de 2008

Doce hombres en pugna ( Sidney Lumet, 1957): La duda razonable

Al igual que otros grandes, Henry Fonda siempre evitó verse en pantalla y jamás asistía al cine a ver sus películas. Sin embargo, frente al estreno de su rol protagónico en Doce hombres en pugna, decidió encararse a sí mismo en la penumbra por sólo 10 minutos. Se quedó más de una hora. Cuando quedaba poco para el final, el actor se levantó, se acercó al director y le dijo: “Sidney, es simplemente magnífica”. Luego, abandonó la sala en silencio. La sensación de encierro era algo que Fonda detestaba, pero fue lo que Lumet trató de acentuar al máximo en su obra culmine. Doce hombres en pugna había sido concebida para el teatro, y su génesis estaba en los ambientes cerrados, en la unicidad del espacio, en la sobriedad de la forma a favor de la riqueza del fondo. Lejos de encandilarse con las posibilidades del cine como arte en movimiento, Lumet se empeñó en respetar esa génesis, la pintó de blanco y negro, y se cobijó en el poder de la palabra sencilla que puede doblegar cualquier argumento de apariencia irrompible.

En el “día más caluroso del año”, doce miembros de un jurado deben decidir si el acusado en cuestión- un joven latino de 18 años- es culpable o no de asesinar a su padre. En un principio, su importancia solo radica en ser las piezas correctas de un engranaje que debe funcionar rápido y fácil; pero cuando la razón se diluye entre las emociones, la humanidad se cuela en el ambiente. Mientras los hombres entran en pugna entre ellos y consigo mismos, la cámara se interna en el mundo del juicio como un infiltrado silente, los recorre cauta, lejana, subrayando una distancia intencional que permite que los acontecimientos se desarrollen sin su interferencia. Entonces, se encapricha con cierta expresión y clava un primer plano en el rostro del jurado 8 (Henry Fonda), el único de los doce que pone en tela de juicio la culpabilidad del acusado.

Para él, la duda razonable es más fuerte que la premura por alcanzar la coherencia, y nace desde el sentimiento; he ahí su paradoja, pero también su valor. Su sospecha se despierta producto de la simpleza y pulcritud que lo rodea, de la indolencia racional de sus compañeros, de la incomodidad que causa el tener que decidir el destino de una vida en cinco minutos; en especial al ver que esa vida depende de la alineación conciente de los argumentos hacia la postura conveniente. Y que la que en un principio se considera “verdad”, se acerca peligrosamente a la verdad que cada cuál quiere ver.