10 de febrero de 2017

La La Land: Otro día de Sol


En estos días de frenesí cinematográfico, festivales, ilusiones y antesalas -mi época favorita del año- ando como en las nubes de un musical. Mientras me pierdo en el mundo de los trailers y carteleras, devoro cada artículo que se me cruza y guío todas las conversaciones hacia el ámbito de mis afectos, me ronda una inquietud que necesito compartir: ¿Decir que te gustó La La Land, es “cinéfilamente” incorrecto? No sé ustedes pero yo tengo esa impresión, alimentada por los feedback que percibo en redes sociales, compañeros de estudio y conversaciones de pasillo. Siento que declarar tu amor por la película puede condenarte en ciertos círculos y que otros juicios, como decir que es un lindo voladero de luces sin profundidad, un recocido de otros musicales superiores o una película edulcorada y cliché hecha para ganar el Oscar y hacer tararear a las masas, obtienen la venia de los más entendidos. Todas las opiniones son válidas e incluso en algunos casos puedo compartirlas. Pero mi pregunta es: ¿Por qué ese tipo de comportamiento es mejor visto que confesar tu pasión por La La Land y tus ganas de tararear Another Day of Sun sin pudor?


A 24 horas de haber visto la película, aún no tengo la respuesta; todavía me debato entre la deformación profesional, el “deber crítico” y el angelito bueno (ese con forma de cupido que te dice “escucha tu corazón", “eres una princesa de Disney” y otras cosas lindas). Pero mientras oigo la banda sonora en repeat, decido dejarme llevar y reconocer mi condición: No puedo sacarme la bendita película de la cabeza. Mi actriz de Hollywood frustrada interior cayó redondita, quiere salir a la calle a bailar tap, dar vueltas en los faroles, vivir en un departamento con roomates lleno de poster de cine sin enmarcar e incluso está considerando comprarse un vestido amarillo. Le soltó la mano a Ryan y ahora está volando en un cielo de utilería del que no quiere bajar…




Aunque lo que siento por La La Land se parezca al amor, no es un sentimiento ciego. La historia de Mia y Sebastian -la aspirante a actriz y el pianista frustrado que entre audiciones, desencantos y fracasos buscan su oportunidad en L.A.- creo que sí peca de excesos: momentos predecibles y clichés, algunas secuencias demasiado largas y otras a mi gusto innecesarias (como el vuelo de Mia) que más que emocionar invitan al sueño. Pero cuando uno se enamora, lo hace con defectos y todo, ¿o no? Siguiendo los pasos del angelito bueno, ahora escribo con la convicción de que La La Land logra su principal objetivo: entretener y cautivar. Al menos a mí me cautivó de forma bastante interactiva: moviendo los pies en mi asiento con cada canción, imaginando cuál gama de colores sería predominante en la escena siguiente, adivinando cuántas audiciones fallidas estaban por venir e incluso contando las referencias a West Side Story, Grease, Dancer in the Dark y a la inigualable maravillosa soberana absoluta Singing in the rain (me perdonan la exageración y el paréntesis, pero aquel que esté leyendo y no haya visto Singing in the rain, lo invito amablemente a dejar de leer, conseguirla y verla. Ahora ya.)




En ese contexto, el de un público quisquilloso y exigente que no acepta copias baratas y ya mira con recelo el exceso de referencias, el tercer largometraje de Damien Chazelle es casi un acto heroico. Después de la aclamada Whiplash, el director se mete en las peligrosas aguas del musical, género vilipendiado que despierta odios y pasiones y parece estar siempre al borde de desaparecer. Si sale airoso de esta prueba, creo, es porque su La La Land es mucho más que un capricho o un homenaje al género; algunos momentos de la película -como cuando Sebastian reflexiona con Mia sobre la muerte inminente del jazz y la necesidad de reinventarlo para las nuevas generaciones- así como su estructura narrativa y las referencias deliberadas al cine de la época dorada de Hollywood, con toda su inocencia, su recato (solo un par de besos locos entre los protagonistas) y números musicales interminables, para mí revelan una intención: rescatar el modo clásico de hacer las cosas, dar un nuevo inicio a lo que parecía agotado y aferrarse a aquello que tememos olvidar.

Hay veces en que las proezas técnicas revelan el truco y la excesiva preocupación por los

detalles quitan espontaneidad a una película. Y aunque a ratos la estética y el ritmo de La La Land esté al borde del manierismo, para mí no alcanza a abandonar esa fluidez, porque nunca pierde su alma. Que Ryan y Emma no canten ni bailen demasiado bien, que no se vean extremadamente guapos (o que al menos lo intenten con Emma, rodeándola de puras versiones de ella misma más altas, voluptuosas y bronceadas) e incluso que todo parezca una escenografía, cartones y luces que en cualquier momento se pueden desvanecer, es un modo de hacer un punto. De recordarnos que el Cine lo es todo y a la vez no es más que eso, historias grandiosas de gente normal, imágenes y momentos que se escapan y a veces se olvidan; es soñar y despertar de sopetón, es enamorarse y desencantarse, es estar en la oscuridad absoluta hasta que encuentras un foco que te vuelve a iluminar.