7 de septiembre de 2010

Placeres culpables: Me asusta, pero me gusta

El concepto “placer culpable” siempre ha despertado mis sospechas. Es una rótula tan confusa como arbitraria, que supone en sí misma una contradicción: anular el placer con la culpabilidad. Por qué, digo yo, darle tanta importancia a estos lujos inocentes, que no cambian el curso de la historia sino sólo ayudan a pasar un rato agradable y clandestino; en el caso del cine, tapada con un chal de polar y sin más compañía que algún placer dulce, y también culpable.

La paradoja está en que solitos nos pisamos la cola, porque luego de revelar nuestros bochornosos afectos los opacamos con explicaciones del tipo: “si es sólo para descansar la mente después de un día agotador” o “es la típica comedia tonta para relajarse”. Nadie nos pide explicaciones, pero insistimos en resguardarnos en frases que no hacen más que resaltar nuestra escondida culpabilidad.

Por eso, hoy propongo un acto liberador: nombrar sin miedo esas películas que SIEMPRE detienen nuestro zapping, activan nuestros lloriqueos más indignos, nos hacen repetir frases de memoria y rezar porque nadie ose interrumpirnos.

Parto yo.

El descanso. Que una chica igual a Cameron Díaz se escape de su mansión en LA a pasar penas de amor en una cabaña, en medio de la campiña inglesa con chimenea 2.0; que justo le toque la puerta un chico igual a Jude Law; que sea viudo, sensible, intelectual y exitoso, en busca de ser amado y una madre para sus dos encantadoras y no-mimadas hijas. ¿¡No será mucho!? ¡No será un insulto para la sensibilidad de la espectadora!? En cierta forma sí. Pero a veces es bueno que te falten el respeto.

Grease. Este placer culpable encierra otro: La música de Olivia Newton- John (lo dije y qué). Los “números” musicales con bailarines y sonidos que aparecen de la nada me producen cierto escozor, pero al mismo tiempo un deseo irrefrenable de bailar, cantar y correr por los prados con ellos. Dado que no he tenido la ocasión, me proyecto en Olivia, su traje negro al vacío y la cara de bobo de Travolta. Un clásico.


La Novicia Rebelde. Sí, la he visto más de una vez. Sí, me sé “do, a dear, a female dear”. Sí, repetí los diálogos frente la pantalla y todavía me acuerdo de algunos. Sí, pagaría 100 euros por un tour por las locaciones de la película en Salzburgo, cantando en un bus lleno de jubilados vestidos a la usanza y con cámara en mano… (ésta fue difícil…)

Mentiroso, mentiroso. A Jim Carrey lo quiero en todas. Con cara de nada en Eterno Resplandor , hiperventilado en todas sus otras películas, e insufrible en Mentiroso, mentiroso. Verlo incapacitado de mentir es presenciar la estupidez en su nivel más puro, lo que trae momentos soberbios, como cuando sale de un ascensor lleno de gente asfixiada con el olor de un “gas anónimo”, se da vuelta y confiesa“!Fui yo!”. GENIAL.


El Diablo se viste a la moda. Confesión: pocos momentos cinematográficos me producen más cosquillas en la panza que esos makeovers que transforman a una pajarita deslavada en una guapa de aquellas. Y Anne Hathaway la lleva en ese rol de heroína sufrida que al final se come a sus enemigas con zapatos y además se da el lujo de callar a Miranda (Meryl Streep) y su insufrible fruncimiento bucal…un triunfo que da gusto envidiar.


Hasta aquí llego; tampoco se trata de perder el glamour. Pero sí de rendir un homenaje a esas imágenes que son fuente inagotable de proyecciones y fantasías inconclusas, que a veces nos empujan a la envidia y la vergüenza pero que, ante todo, llenan de rosado nuestros días más grises.