25 de diciembre de 2009

Bagdad Café, de Percy Adlon: Hay vida en el desierto

En la imaginería colectiva del cine, el desierto nos habla de soledad. Una carretera larga y vaporosa que parece ir a ninguna parte, donde se vislumbran realidades ficticias y bagajes incesantes. En París Texas, el desierto le roba a Travis las palabras; En My own private Idaho, Mike se pierde entre el polvo y la narcolepsia. Pero en el mundo de Bagdad Café, la turista alemana Jazmin (Marianne Sagebrecht) camina firme y decidida por el borde de la carretera hirviendo, vestida con un grueso traje verde y un sombrero tirolés. Es una heroína de talla grande que, luego de un viaje a Las Vegas que terminó con su matrimonio y su paciencia, se bajó del auto con un portazo y dejó que su vida, como la conocía, se evaporara junto a los espejismos. No sabe donde va, pero intuye que hay algo reservado para ella más fuerte que la incertidumbre.



Mientras, el cartel del Bagdad Café se balancea al costado de la carretera. La cafetera está rota, no hay clientes, un niño toca el piano pero nadie quiere escucharlo. Brenda (CCH Pounder), la dueña del café, acaba de ser abandonada por su marido; todo a su alrededor le recuerda que su vida cayó en una irrevocable inercia. Jazmin y Brenda se encuentran de frente. A simple vista parecen opuestas, pero ambas cargan con sus decepciones y buscan algo mejor en la mitad de la nada. Algo nos dice que esconden la respuesta que la otra espera. Brenda, como a todos, la mira con recelo. Jazmin trae consigo una maleta con ropa de hombre, su visa de turista y la magia necesaria para llenar de color las notas grises de Brenda.

Bagdad Café es de esas películas que te obligan a verla una y otra vez, por si acaso se pasó por alto algún detalle. O simplemente para volver a admirar sus imágenes sublimes, para reencontrarse con sus protagonistas, para que la canción principal -“I’m calling you” de Jevette Stelle- no deje de sonar en tu cabeza. De esas que miran de cerca la vida de un grupo de personas comunes que uno suele toparse pero de quienes nunca nos interesó saber demasiado. Nos habla de un rincón perdido en el mapa donde la belleza es lo distinto y la vejez un nuevo tiempo para enamorarse, donde personas sencillas pueden cambiar la vida de otras personas sencillas. Y, de paso, nos regala el privilegio de poder recomendársela a un amigo

 

25 de noviembre de 2009

Interiores (Woody Allen, 1978): Una mirada hacia adentro

Woody Allen, el antihéroe non plus ultra del cine norteamericano, creó en el imaginario de sus películas una especie de “Woody en el país de las maravillas”. Es delante de la cámara donde el afamado director lleva su esencia a su máxima expresión, descarga su visión pesimista, su vertiginosa energía e intenta opacar sus más oscuras inseguridades. Pero a diferencia de la mayoría de sus películas, el primer punto de inflexión de su carrera estuvo lleno de quietud. En Interiores, el jazz paró de sonar como telón de fondo, Diane Keaton dejó de interpretarse a sí misma, los diálogos vertiginosos dieron paso a silencios y Allen- quien solía aparecer en pantalla interpretando diversas variaciones de su persona- se quedó tras las cámaras. El filme nació como un homenaje a Ingmar Bergman, ídolo absoluto de Allen, y justificado por su admiración no tuvo pudor en emularlo. Alguna vez el director se burló de su novena película al definirla, con cierto aire irónico, como“cine para europeos”; sin embargo, fue gracias a este filme que muchos se preguntaron por que Allen se empeñaba en hacer comedia, cuando era en el drama dónde se encontraba su mayor potencial.


En el universo de Interiores, tres hermanas- Renata (Diane Keaton), Joey (Marybeth Hurt) y Flynn (Kristin Griffith)- intentan sacar adelante a su madre enferma, Eve (Geraldine Page), luego de que su padre decidiera poner fin a más de treinta años de matrimonio. Entonces, Eve entra en un espiral sin retorno, acentuado por su inestabilidad emocional; mientras sigue amando a su marido, él está cansado de vivir junto a una mujer que ya no reconoce. Sus tres hijas parecen haber armado su vida , pero todas cargan con tormentos e inseguridades que el quiebre de sus padres no hace más que acentuar. Detrás de la cámara de Allen no se esconde una voluntad moralista, sino el afán de mostrar como, tarde o temprano, las relaciones basadas en la frialdad, los eufemismos y el silencio llegan a un ineludible punto de ebullición.

Con decorados sospechosamente perfectos, silencios prolongados e inquietantes primeros planos, el filme realiza una aguda disección del comportamiento humano que, como un caleidoscopio, despliega todas las posibles reacciones de un interior atormentado. Ese interior que el director neoyorkino se atreve a explorar por primera vez y, más aún, a poner frente a los ojos del mundo. Lo que se agradece, porque - al igual que el de sus personajes- el suyo es un interior tan perturbado como genial.

  

15 de octubre de 2009

Domicilio Conyugal (Francois Truffaut, 1970): Hasta que la vida los separe

Cuando Francois Truffaut- director emblema de la Nouvelle Vague francesa- vio por primera vez al joven actor de 14 años Jean Pierre Léaud, supo que estaba frente a una proyección de sí mismo. Ipso facto, Jean Pierre obtuvo el papel de Antoine Doinel, alter ego del director. Su interpretación duró cinco películas y casi veinte años. La primera, Los cuatrocientos golpes (1959), siguió de cerca las rebeldías de niño de Doinel; Tres años después, en El amor a los veinte años (1962), Antoine vivió los avatares de un amor no correspondido; en Besos Robados (1968), conoció al objeto de su afecto, Christine Darbon (Claude Jade), quien se transformaría en el amor de su vida. Al menos, de su vida en pantalla.


Jean Pierre volvió a ponerse en los zapatos de Antoine Doinel en Domicilio Conyugal, cuarta película antes de su último trabajo en conjunto, Amor en fuga (1979). En el mundo diegético de Domicilio Conyugal, Antoine está casado con Christine Darbon y viven en un condominio en París donde las paredes son delgadas, los pasillos estrechos y los vecinos demasiado curiosos. Mientras ella pasa las horas afinando su violín y enseñando música a niños adinerados, él se empeña en sacar adelante su precario negocio de decoloración y teñido de flores. Y mientras Christine espera al hijo de ambos y le sonríe a la vida aunque todo se vea gris, Antoine realiza infructuosos intentos por encontrar su lugar en el mundo.

Consciente de que su negocio se marchita como una de sus flores decoloradas, decide ingresar al mundo laboral, donde conoce a una mujer japonesa , Kyoko (Hiroko Berghauer), con quién empieza un romance clandestino. A diferencia de Christine, quien hace frente a las locuras de Antoine, Kyoko sólo lo contempla, sonríe, le envía mensajes escondidos en tulipanes y le confiesa que “si tuviera que suicidarme con alguien, me gustaría que fuera contigo”. Lo que parece demasiado perfecto, para Antoine se torna infernalmente aburrido.

Esta vez, Truffaut pone en aprietos a su pareja fetiche; los instala en un universo donde la privacidad es un lujo, donde los vecinos están demasiado cerca y poseen la peligrosa voluntad de opinar acerca de todo lo que ocurra en su territorio; los une, aún sabiendo que provienen de mundos opuestos y que lo que antes los enamoró- a él la delicadeza y “buen juicio” de Christine, a ella la desfachatez y espontaneidad de Antoine- ahora los separa. Les quita la voluntad de entenderse, pero no el amor. Y la prevalecía de lo uno en ausencia de lo otro, puede ser tan doloroso como destructivo. “Eres mi hermana, mi hija, mi madre”, le confiesa Antoine a Christine, cuando el abismo entre ambos se ha hecho innegable. “Habría querido ser también tu esposa”, le replica Christine. Para los personajes del universo de Truffaut, el placer de ser pareja no radica en la pasión de un amor desbocado, sino en anhelar la inercia de la cotidianeidad. En definitiva, tener el privilegio de sentirse una pareja normal.


23 de septiembre de 2009

Atrapado sin salida (Milos Forman, 1975): Tuerto en un país de ciegos

A lo largo de su carrera, el director checo Milos Forman ha demostrado cierta obsesión por los caracteres rebeldes y sufridos, que ante todo se resisten a seguir la corriente, como Larry Flynt en The People vs. Larry Flynt, Andy Kaufman en El hombre en la luna o Mozart en Amadeus. No es extraño, tomando en cuenta que el mismo Milo también debió luchar contra un entorno adverso, cuando quedó solo luego de que su padre fuera arrestado y asesinado por la GESTAPO y su madre muriera en un campo de concentración. Lo cierto es que la película que representa la génesis de su simbiosis con la industria cinematográfica norteamericana, también pone en el centro a un personaje atormentado y extremo cuya existencia parece a destiempo. Basado en la novela homónima de Ken Kesey-quien nunca quiso ver su obra llevada a la pantalla grande- la película le valió al director la pleitesía del público, y el cetro de la segunda película de la historia en llevarse cinco Oscar, incluido mejor actriz, mejor actor y mejor película.

Después de reiteradas veces en la cárcel y de ser acusado de abuso sexual, Randle Patrick McMurphy (Jack Nicholson) intuye que la mejor forma de librarse de los trabajos forzados a los que ha sido condenado es fingiendo demencia. Así, termina internado en un sanatorio, en el que descubre que se libró de una cárcel para entrar en otra , conoce a uno de sus peores enemigos- la enfermera Mildred Ratched (Louise Fletcher)-, y encuentra mucha más identificación y compañía que en el mundo de la cordura.

En su leit motiv, el filme instala a la locura cómo tópico central, pero lejos de elevarla al nivel de verdad absoluta, la define como un endeble punto de vista sujeto, en su fragilidad, a la más vil y primigenia subjetividad humana. Más allá del desquicio clínicamente declarado, la realidad en la que se sumerge Randle muestra que la demencia es una herramienta de la cuál los cuerdos pueden abusar en forma infame y desquiciada, al menos cuando los beneficia a cumplir sus propósitos.

Mientras la pulcritud de la atmósfera se contrapone a las turbulencias interiores de los personajes, en la película subyace una voluntad de poner en juicio los absolutismos de los que muchas veces los seres humanos se asen para controlar lo que no pueden; ese que lleva a la enferma Mildred a empeñarse en mantener la locura como herramienta, aunque en esa obstinación esté en peligro su propia cordura. Al final, la problemática no radica en si Randle está sano, si es un tuerto en un país de ciegos o el más loco de todos; Milos Forman no se sostiene en resolver esa inquietud, porque conoce los límites de su propia subjetividad. Lo que hace es iluminar un fragmento de realidad que a veces pasa desapercibido, pero que puede llegar a robarse los últimos resabios de cordura de un ser humano.