8 de octubre de 2010

Priscilla, la reina del desierto: I will survive

Cuando pajarita, estaba segura de que algún día me transformaría en bailarina o actriz de Hollywood. Tenía a todas mis compañeritas del colegio convencidas, e incluso ya contaba con una potencial manager. Esta afirmación no salía sólo de mi fructífera imaginación, sino que era alimentada sin piedad por mis cercanos, quienes celebraban con desmedido entusiasmo mi verborrea precoz, mi histrionismo y mi afán por vivir o disfrazada o inventándome dramas (sólo conservo lo segundo, además de un tema con el ego que aún me estoy tratando…) El tiempo y la dura realidad me pusieron los pies en la tierra. Pero ver películas como Priscilla, la reina del desierto (Australia, 1994) despierta esa parte de mí que aún quiere ser showoman; con maquillaje chabacano, fono mímica, canciones olvidadas de los ochenta y pasos de baile indignos (aclaro, no me refiero a trabajar en un Night &Day. Ojo con los que saben qué son...) Lo mío va por esconderme detrás de esa exacerbación legitimada y dar rienda suelta al glamour que corre por mis venas, sin más compañía que billutería y un enterito fucsia. (otra vez, me voy por las ramas. Volvamos a la película; si no me autocensuro quién, digo yo.)


Antes de transformarse en “duros” de la pantalla, los actores Hugo Weaving (el malo de Matrix), Guy Pearce (Memento) y Terrence Stamp (La Amenaza Fantasma, Valkiria ) se pusieron en los zuecos de tres transformistas que, después de subirse a un bus enchulado que llaman Priscilla, cruzan el desierto para presentar su show al otro lado de Australia. Claro, arriba de Priscilla no importa que estén maquillados y llenos de lentejuelas; el problema es cuando se bajan del bus.
Frente a todos los prejuicios, insultos, escupos y ataques, ellos se mantienen dignos, porque están tan convencidos de lo que quieren ser, que nadie -menos una manga de cavernícolas- se los va impedir. (por cierto, los trajes y los números musicales son ex-tra-ordinarios)

Bendito el día en que estas estrellas se atrevieron a dejar su masculinidad en pausa; temo que ya no lo harían, menos después de estar expuestos al yugo de Hollywood. Pero esa osadía los llevó, a mi parecer,  a realizar las mejores actuaciones de su vida.
 
(¿Los reconoce?)

El  director Stephan Elliot llenó de hormonas y colores el desierto australiano, pero no para contar una graaan historia, con diálogos brillantes y planos secuencias ambiciosos; simplemente para dejarse llevar por sus instintos, abusando de la música de ABBA y Gloria Gaynor e instalando imágenes que lo conmueven sin miedo a ser recargado, extravagante o incluso manierista. Está claro que ver a un travesti vestido de fucsia y plumas, con humo rosado y cantando Puccini sobre un bus en movimiento no es pan de cada día. Pero ene este caso la fastuosidad es tan deliberada, que cruza el límite de lo chabacano y da paso a la genialidad.

Un límite que muchos hemos querido cruzar con dignidad...

Por si acaso, voy a pensar en un nombre artístico.