Una jornada particular dejé mi país natal. Buscaba un nuevo escenario que me permitiera poner de cabeza el guión de mi vida: quedarse significaba conocer ya, más o menos, el final. Esta aventura, como todas, ha tenido de dulce y de agraz: viví la belleza y El desprecio de Francia, eché un vistazo a La vida de los otros en Alemania, me subí a esos Tacones lejanos de la movida madrileña y vi el Blanco y el Rojo de la Polonia de Kieslowski. Todos colores de un mismo continente, contradictorio y fascinante.
Pero el enamoramiento definitivo vino en Italia, donde desde hace dos años estoy viviendo mi propia película italiana. La de la viejita vestida de negro que ve pasar el día sentada en la vereda, murmurando una plegaria en un dialecto casi extinto; la de la ropa que cuelga por las ventanas, orgullosa como el más solemne estandarte, sin ánimo de secarse nunca. La de la vespa que pasa al filo de la vereda, ruidosa, insolente e irremediablemente glamorosa. La del policía con bigote fino y mirada de Clark Gable, que en la esquina de un mercado juega más al galán que al protector del orden público. La de los buongiorno principessa, la piazza è mia e Marcello, Marcello!, la de Totò perdido en Milano, la de Monica Vitti perdida en Ravenna, la de Anna Magnani encarando la post guerra, la de Sophia Loren transformándose en mito. Esa Italia que Fellini interpretó con notas oníricas, Visconti como una burguesía en decadencia, De Sica como la crítica a una sociedad dolida, Benigni como un pueblo que necesita, imperiosamente, reírse de sí mismo.
Pero el enamoramiento definitivo vino en Italia, donde desde hace dos años estoy viviendo mi propia película italiana. La de la viejita vestida de negro que ve pasar el día sentada en la vereda, murmurando una plegaria en un dialecto casi extinto; la de la ropa que cuelga por las ventanas, orgullosa como el más solemne estandarte, sin ánimo de secarse nunca. La de la vespa que pasa al filo de la vereda, ruidosa, insolente e irremediablemente glamorosa. La del policía con bigote fino y mirada de Clark Gable, que en la esquina de un mercado juega más al galán que al protector del orden público. La de los buongiorno principessa, la piazza è mia e Marcello, Marcello!, la de Totò perdido en Milano, la de Monica Vitti perdida en Ravenna, la de Anna Magnani encarando la post guerra, la de Sophia Loren transformándose en mito. Esa Italia que Fellini interpretó con notas oníricas, Visconti como una burguesía en decadencia, De Sica como la crítica a una sociedad dolida, Benigni como un pueblo que necesita, imperiosamente, reírse de sí mismo.
Con momentos de dolce
far niente y altas dosis de pasta y gelato,
mi película italiana está ambientada en una tierra visceral y colorida donde me
siento parte porque todos son intensos y hablan con las manos, que me hace sentir importante, pero a la vez un pestañeo en un segundo de Historia, y donde se hace imposible
abarcar tanta belleza. Se ha construido también de notas grises, añoranza de mi
gente, renuncias, desencuentros e incertidumbre. Pero, por sobretodo, ha sido un
relato lleno de realismo mágico, con pueblos encantados, magos y magas, sincronías
cósmicas, encuentros mitológicos, hombres y mujeres con unas alas enormes, al lado de un co- protagonista que es además el mejor compañero de viaje, y que en sus
infinitos roles ha sabido ser héroe, galán, maestro, amigo y príncipe azul.
Escribir, como el cine, es un arte selectivo; por eso, me
tomo la libertad de mostrar el fragmento feliz de mi película italiana,
sabiendo que esta tierra es muchísimo más que estereotipos, colinas con
cipreses, y placeres culinarios. Tanto más, que ni siquiera podría abarcarlo. Esta
vez, no quiero detenerme en la crisis, en la añoranza de la prosperidad de
antaño, en los sospechosos de siempre que tienen el país en sus manos. Esta vez
quiero tapar el sol de la Toscana con un dedo, ser un poco Bjork en Bailarina en la Oscuridad y enfrentar el día como un musical, refugiarme en los clichés
y volar en el blu dipinto di blu de
Domenico Modugno, donde las
circunstancias de la vida real no logran opacar esa eterna belleza, de la que
Italia jamás podrá ser despojada.
Porque ante todo, mi película italiana me ha permitido ver
de cerca la Grande Bellezza, de esa
que se habla en los libros de Arte, en las canciones populares, en los clásicos
del cine. La gran belleza, para mí, está en los protagonistas de la historia:
mis amigos italianos. Esas personas reales con almas mitológicas, que por una
alegre coincidencia se cruzaron en mi aventura, haciéndome sentir en casa y transformándose
a su vez en mi familia. Ellos son parte de un guión que todavía se escribe, y
con su naturalidad y dulzura infinita hacen llevadero cada paso del camino. Aunque
no vengan de un film de Visconti o Fellini, para mí son todos estrellas, que
brillan con luz propia, que han hecho de mi película italiana la más linda, emocionante
y real de todas. Esa que, espero, esté recién comenzando.




