15 de octubre de 2009

Domicilio Conyugal (Francois Truffaut, 1970): Hasta que la vida los separe

Cuando Francois Truffaut- director emblema de la Nouvelle Vague francesa- vio por primera vez al joven actor de 14 años Jean Pierre Léaud, supo que estaba frente a una proyección de sí mismo. Ipso facto, Jean Pierre obtuvo el papel de Antoine Doinel, alter ego del director. Su interpretación duró cinco películas y casi veinte años. La primera, Los cuatrocientos golpes (1959), siguió de cerca las rebeldías de niño de Doinel; Tres años después, en El amor a los veinte años (1962), Antoine vivió los avatares de un amor no correspondido; en Besos Robados (1968), conoció al objeto de su afecto, Christine Darbon (Claude Jade), quien se transformaría en el amor de su vida. Al menos, de su vida en pantalla.


Jean Pierre volvió a ponerse en los zapatos de Antoine Doinel en Domicilio Conyugal, cuarta película antes de su último trabajo en conjunto, Amor en fuga (1979). En el mundo diegético de Domicilio Conyugal, Antoine está casado con Christine Darbon y viven en un condominio en París donde las paredes son delgadas, los pasillos estrechos y los vecinos demasiado curiosos. Mientras ella pasa las horas afinando su violín y enseñando música a niños adinerados, él se empeña en sacar adelante su precario negocio de decoloración y teñido de flores. Y mientras Christine espera al hijo de ambos y le sonríe a la vida aunque todo se vea gris, Antoine realiza infructuosos intentos por encontrar su lugar en el mundo.

Consciente de que su negocio se marchita como una de sus flores decoloradas, decide ingresar al mundo laboral, donde conoce a una mujer japonesa , Kyoko (Hiroko Berghauer), con quién empieza un romance clandestino. A diferencia de Christine, quien hace frente a las locuras de Antoine, Kyoko sólo lo contempla, sonríe, le envía mensajes escondidos en tulipanes y le confiesa que “si tuviera que suicidarme con alguien, me gustaría que fuera contigo”. Lo que parece demasiado perfecto, para Antoine se torna infernalmente aburrido.

Esta vez, Truffaut pone en aprietos a su pareja fetiche; los instala en un universo donde la privacidad es un lujo, donde los vecinos están demasiado cerca y poseen la peligrosa voluntad de opinar acerca de todo lo que ocurra en su territorio; los une, aún sabiendo que provienen de mundos opuestos y que lo que antes los enamoró- a él la delicadeza y “buen juicio” de Christine, a ella la desfachatez y espontaneidad de Antoine- ahora los separa. Les quita la voluntad de entenderse, pero no el amor. Y la prevalecía de lo uno en ausencia de lo otro, puede ser tan doloroso como destructivo. “Eres mi hermana, mi hija, mi madre”, le confiesa Antoine a Christine, cuando el abismo entre ambos se ha hecho innegable. “Habría querido ser también tu esposa”, le replica Christine. Para los personajes del universo de Truffaut, el placer de ser pareja no radica en la pasión de un amor desbocado, sino en anhelar la inercia de la cotidianeidad. En definitiva, tener el privilegio de sentirse una pareja normal.


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