8 de septiembre de 2011

Medianoche en París: Nostalgia Compartida

(Publicada en El Dínamo , jueves 8 de septiembre, 2011 )

Cuatro minutos. Ese es el tiempo  que Woody Allen se toma al inicio de su última película, para mostrar imágenes de Paris y despertar la envidia general de los presentes. Una eternidad, para aquel que espera un comienzo rimbombante y con guiños a la historia que se viene. Un lujo justificado, para los que le perdonamos todo a Woody. Porque aunque los años de la genialidad de Annie Hall y Zelig se estén transformando en un recuerdo cada vez más borroso, yo siempre lo he querido al viejo ese. Ingrato por lo demás. Y feo. Y  mañoso. Pero tan genial, que aunque uno se encuentre con chascarros como Scoop en el camino y se amurre por un rato, la tontera se quita rápido, y partes a ver la próxima con la esperanza de algo mejor. Porque cuando tu amor por el neoyorkino es genuino, no te frena el miedo a la decepción; ni siquiera la amenaza del desencanto definitivo.



Debo confesar que me senté a ver Midnight in París con cierta desconfianza, pensando que en la última parada de “Woody on tour” me iba a encontrar con algo tipo  Vicky Cristina Barcelona o Conocerás al hombre de tus sueños,  a la francesa. Películas simpáticas, con destellos de genialidad, pero no fascinantes  (fascinantes a lo Annie Hall.) Ahora, se avistaban actores más rubios y bronceados,  locaciones más glamorosas e ingredientes extras como la aparición de Carla Bruni (y los supuestos celos de Sarkozy a Allen. Plop). Por separado, todos elementos atractivos. Más no garantes de la genialidad de antaño.

Pero… ¡A-leluya! (y ahora paso a dirigirme al propio director) La hiciste de nuevo, viejo querido. Woody is back. Te las mandaste con el bendito filme. A estas alturas, no me importa exagerar o incluso mandarme un Solabarrieta y decir: ¡Sí, estoy llorando, y qué! Es que lograste lo imposible: me devolviste la esperanza en un cine mejor. Lo que en mi caso, es igual a una vida más feliz.


Mientras sonreía al ver a Gil (Owen Wilson), tu versión rubia y esbelta, subir escaleras por París –claro, tú ya no estás para esos trotes- me acordé de mi querida  “La rosa púrpura del Cairo”, cuando Mia Farrow ve incrédula como su galán sale de la pantalla para rescatarla de  la vida real. Algo tienes con el pasado, hace tiempo te saqué la foto. Te gusta la onda en sepia, el olor a naftalina (nada personal…), el bigotillo escueto y ese halo de inocencia que parecen tener los que vivieron en tiempos más “simples”, ingenuidad que hoy se nos hace casi inconcebible. Pero, entérate, no eres el único fascinado con esos días; somos muchos los que alucinamos con lo clásico, que preferimos la música de antaño, que aún no somos viejos pero le encontramos sentido a la frase “todo tiempo pasado fue mejor”. Quién sabe si más feliz. Pero ante nuestros ojos, más especial.


“¡Ustedes son los surrealistas, no yo! “, le dice un desconcertado Gil a Dali y Buñuel en una de las mejores líneas que he  visto en  el cine. Y como tampoco soy surrealista, debo confesar que a ratos tu propuesta  me pareció exacerbada: Hemingway, Scot Fitzgerald, Dali, Buñuel, Picasso, Cole Porter.  Todos en la misma fiesta. Todos de buen humor. Todos con ganas de conversar. Dónde se ha visto. Ni en los mismos años 20. Pero al final, poco me importa. El gusto de ver la cara de sorpresa de Gil, sus caminatas nocturnas por París, sus conversaciones con Hemingway, su coqueteo pueril con la llamada “groupie del arte” Adriana (Marion Cotillard)…eso, no me lo quita nadie.

No se puede tener nostalgia de lo no vivido, pero intuyo que sí es posible añorar lo imaginado; tal vez, la idealización del pasado tenga que ver con esa infundada certeza de creer que antes  todo era más sencillo. Aunque sepamos que no es tal, que  lo que hoy nos parece simple quizás antes se nos habría hecho un mundo…pasan los años, y la vida se hace más compleja. Pero la capacidad de aguante, también.

Lo cierto es que mientras tratamos de sobrellevar el presente y sus ratos de monotonía, la memoria de lo que no fuimos, puede transformarse en una bocanada de  aire fresco. El cine, de cierta forma, se trata de eso,  de ser otro, de vivir un pedazo de tu mundo soñado.  En este caso, Woody, yo coincido con el tuyo.



21 de julio de 2011

Por qué amo el cine (o carta abierta a Cassavetes y Héctor Soto)

“Mientras más vivo, menos confío en las ideas y más en las emociones”. Esta frase, del cineasta Louis Malle, se acaba de transformar en mi leit motiv. No sólo por lo certera, sino por ayudarme a entender un poco más mi obsesión por el cine; por qué a veces prefiero quedarme suspendida en la pantalla que volver a la realidad; por qué no hay puntos medios ni cordura que valga cuando se trata del director de mis afectos; por qué soy capaz de llorar a mares al ver una película, simplemente cuando me supera la belleza de lo filmado.

Precisamente, esta cita la encontré en el libro del periodista Héctor Soto "Una vida crítica" (2008), días antes de que iniciara su ciclo de conferencias “Certezas y dudas, cuatro maestros del cine norteamericano: Ford, Hawks, Cassavetes y Scorsese” en la UDP. Dado mi interés por sus reflexiones, y la necesidad urgente de un espacio cinéfilo, me propuse ir a todas. Las de John Ford y Howard Hawks fueron un desafío personal, ya que siempre me ha costado digerir los western, no paso mucho esa hombría maqueteada y la boca fruncida de John Wayne; lo cierto es que disfruté las dos. Pero conocer a John Cassavetes- director clave del cine independiente gringo, pero independiente for real, sin lucas, estudios ni espaldarazos de hermanos Weinstein –, eso sí que me hizo tilín.

Desde ahora, para mí Cassavetes y Héctor Soto están irrevocablemente unidos. Del primero, me enamoré en la extraordinaria El bebé de Rosemary  (1969, Polanski), con su rol de marido indolente y burlón, sin saber que era aún más genial detrás de las cámaras; al segundo siempre lo he admirado, por su vocabulario, amplitud de intereses y juicios sensatos.


Gracias al crítico aprendí de Cassavetes, un director que –dice el propio Héctor- "ante todo fue actor". Quizás eso explica su obsesión por los primeros planos, por agobiar a los personajes y al espectador, por detenerse en las sensaciones y estancarse sin pudor en los detalles. Y, sobre todo, por dejar a los actores fluir a su suerte, desamparados pero libres...aprendí que su primera película, Shadows (1959), fue ignorada en EEUU pero aclamada en el Festival de Venecia, lo que demuestra que hay cosas que nunca cambian…que su quinta película, Una mujer bajo influencia (1974), logró por fin cautivar a una crítica esquiva y demasiado amiga de las grandes producciones. También aprendí que sí puedo discrepar con Héctor, porque para mí antes que actor, Cassavetes fue un director. Un cineasta apasionado y absolutamente libre, de esos que quedan pocos y que, adhiriéndome con cierta tristeza al lapidario juicio del crítico, “probablemente no volvamos a ver jamás”.




Como espectadora, defiendo hasta la muerte la idea de que el cine no es privilegio de algunos, sino placer para todos. Y en eso, Héctor Soto es un crítico de los nuestros. De los que hacen juicios elevados pero valoran  las apreciaciones fútiles y simples; que eligen rescatar del olvido a directores como Cassavetes, antes que ensalzar a los conocidos de siempre; que disfrutan compartiendo anécdotas, fechas y todas esas  nimiedades que tanto apreciamos los cinéfilos; que instalan el análisis afectivo por sobre el catedrático, intuyendo que es mejor desconfiar de las ideas, que no creer en las emociones.



PD: Cinéfilos, no todo está perdido; este martes 21 es la última conferencia, sobre Martin Scorsese. Facultad de Comunicaciones y Letras UDP, Vergara 240, 18:30 horas. Avíspese aquí 










3 de junio de 2011

Conocerás al hombre de tus sueños: Woody is back

Mea culpa. No tengo excusas para defender mi evidente período de flojera creativa, ni tampoco quiero hacerlo; lo importante, queridos cinéfilos, es que he vuelto. Y qué mejor regreso que de la mano -que alguna vez estreché- del señor Woody Allen. Sí señores, el octogenario la hizo de nuevo. Él, que cada día está más senil y mañoso pero sigue dándose el lujo de hacer una película por año, refresca la agonizante cartelera chilensis con su penúltima película Conocerás al hombre de tus sueños.

Como la gran salida nocturna de la semana, partimos al cine con mi galán (pobre, ha tenido una sobredosis de Woody en los últimos dos años) y una pareja de amigos; ella, mi partner en lo que al director gringo se refiere (y con quién acuñé el término “sensación Woody”, calificativo que inquieta a nuestros cercanos y que alguna vez explicaré); él, menos pasional para sus juicios, pero con una premisa a cuestas: “mientras no aparezca Woody , todo bien. Si aparece, me quedo dormido”. Excelente apreciación, my friend. Es que en el universo del director coexisten dos tipos de películas; en las que aparece en pantalla, y en las que no. Para algunos, la primera opción puede ser insufrible. Para otros, he ahí la gracia del asunto.

Cómo ha sido tónica en los últimos años, esta vez el caballero se quedó detrás de la cámara. Y los cuatro coincidimos en que nos hizo un favor. Porque a falta de su presencia frenética, retomó esa esencia que pareció diluirse en El sueño de Casandra, Vicki Cristina e incluso Match Point y que recuerda a Manhattan, Deconstruyendo a Harry, Melinda & Melinda y al universo caótico neoyorkino que tanto queremos quienes todavía lo queremos.


Esta vez, la  mezcolanza dice así: dos matrimonios en crisis; un aspirante a escritor tan perseverante como fracasado; Antonio Banderas en su nuevo rol de “galán latino pero maduro”;  un viejo (Anthony Hopkins también le pega a la comedia!) con crisis de “mediana edad”, que deja a su mujer por una jovenzuela  (algo así como la versión sin carisma de Mira Sorvino en  Poderosa afrodita);  la mujer de Hopkins, muy distinta a la jovenzuela sin carisma, que al verse desechada recurre a una adivina con nombre y cara de fraude, pero que al final no era tan fraude…todos se relacionan, se confunden, se pelean, se arrepienten, agachan el moño y terminan mirándose el ombligo, porque tienen demasiada fe en sí mismos, pero poca fe en la vida misma. La sorpresa es que sólo a uno de ellos le toca un final feliz.

Aquí, Woody enreda sin tapujo el drama con la comedia, lo amargo con lo irónico, lo inverosímil con lo cotidiano.Y aunque siendo justa con el camino recorrido, no la llamaría una  de sus GRANDES películas, tiene momentos, diálogos y vueltas brillantes; destellos de la genialidad de Annie Hall o Zelig que por dios que se extrañan y le pueden alegrar el día a una.


“A veces, las ilusiones curan más que los remedios”, dice uno de los personajes al final de la película. He aquí  la moraleja que nos deja el tio Woody; la más cursi que le he visto, pero también la más verdadera.
 





2 de marzo de 2011

The King's speech: El discurso de la Academia

Partamos por lo básico: esta película parece hecha para el Oscar. Una historia verídica, lineal, sin mayores sobresaltos, sobre un personaje en conflicto que le “gana al destino”. Con un inicio que nos deja claro cómo la película va a terminar, una relación que parte tortuosa y termina con los personajes abrazados antes de los créditos. Y, sobre todo, un final feliz. No es nuevo lo que digo; de seguro, son muchos los que criticaron la decisión de la Academia de escogerla mejor película. Que Hollywood rinde pleitesía al conservadurismo de la Monarquía. Que los hermanos Weinstein (productores del film), son los reyes del lobby. Que la Academia no se las jugó por premiar un cine más descabellado como el de Darren Aronofsky (Black Swan) o los hermanos Cohen (True Grit). Pamplinas. Al menos, para mí.

Lo cierto es que la historia lineal del personaje derrotado que se ablanda y sonríe con música incidental y blablabla, funciona…y peor aún, emociona. Por lo menos, a mí me da cosa en la guata. Y se me arruga la pera. Y termino queriendo que sea mi amigo.



Ahora muchachos, la pregunta es: ¿Qué diablos busca destacar el Oscar? Son tantos los criterios en juego, que es difícil definir. Popularidad, actuaciones, guión, creatividad. ¿O la premiación debería esforzarse por sorprender al público, y ojalá dejar con los crespos hechos a los favoritos en las apuestas?



No puedo negar que yo misma  he despotricado contra la Academia. Especialmente, frente a triunfos de películas como El Señor de los Anillos, Titanic y un largo etc. Indignadísima, es más. Pero ver El discurso del rey despertó en mí un extraño instinto de tolerancia, que dio paso a toda esta larga y tediosa reflexión…

Sinceramente, no creo que el problema esté en el juicio de la Academia, sino en qué esperamos de ésta. Quizás le estamos pidiendo peras al olmo, y no es ahí dónde tenemos que buscar  satisfacer nuestros ánimos de justicia cinematográfica. ¿Alguna vez el Oscar ha dado a conocer públicamente los criterios que evalúa? Yo lo desconozco. Pero sé que existen otros instancias igual de valiosas. Los SAG, BAFTA, Independent Spirit Awards, festivales de Cannes y Venecia. No le dejemos toda la carga al pobre tío Oscar (en efecto, dicen que el nombre se debe a que la bibliotecaria de la Academia, encontró  la estatuilla igual a su tío Oscar). Existen otras instancias dónde se ha hecho justicia con los rezagados de Hollywood, dónde son otros los que brillan. Con menos pompa, pero quizás con más credibilidad.

Vuelvo al film en cuestión. Bonita la historia de cómo Jorge VI, tartamudo tímido y “low perfile”, pasó  de la noche a la mañana a ser Jorge VI. No fue fácil lo suyo. Y Colin Firth, creo, logró traspasar la caricatura y darle alma al noble en cuestión. Genial, mi querido Colin. Geofrey Rush también se luce como el avispado “doctor” que trata la tartamudez y se toma el codo del futuro rey.  En esto, la Academia no se equivoca. Porque más allá de todo efectismo, ranking o condescendencia, una buena actuación se reconoce a la legua. Bien por el Oscar de Colin.


Para terminar, una idea que me ha costado mucho asimilar, y que años de soberbia cinematográfica todavía me lo hacen difícil: hay que puro dejarse llevar por el cine. Si le gustan las películas predecibles, dígalo con la frente en alto! Si se emocionó cuando el personaje de Firth habló de corrido, no se avergüence! Si soltó una lagrimilla cuando recibió el Oscar, tampoco!

Por suerte no somos de la Academia, nadie quiere dejarnos contentos. Sólo nos toca disfrutar.


Black Swan: pobre pajarita

Esta es la cuarta vez que veo Black Swan. No sé si por obsesiva, porque siempre quise ser bailarina o porque siempre quise ser Natalie Portman (desde Un perfecto asesino cuando las 2 teníamos 11 años). O quizás, apelando a mi ego, porque un querido amigo me pidió que la comentara. Y eso, obvio, es lo más importante.

Para mí la película -sobre una bailarina obsesionada con su propio arte- es una coreografía. Un ballet acerca del ballet, que a su vez trata sobre la locura por el mismo. Algo así como una pieza llena de espejos, dónde nada empieza ni termina, y todo está dentro de todo. Quizás por ahí va mi afinidad con Darren Aronofsky (Réquiem para un sueño); en su cine hay una obsesión por los reflejos que deforman a la protagonista, la doblegan y repiten hasta el infinito los destellos de una mente al borde de la locura.

Como en toda coreografía, cada paso calza a la perfección. Pero en Black Swan dicha perfección está precisamente en el desbarajuste de esa armonía. Desde el comienzo, Nina (Natalie Portman) muestra que su pasión por el ballet es al mismo tiempo su peor enemigo. Le ha dedicado su vida- igual que su madre, personaje inquietante que vive a través de ella- y esto la tiene metida en un limbo infantilista, que parece protegerla de caer de cabeza en la imperfección del mundo real. Tan inútil como ensayar una y mil veces un paso que, por más que se repita, ya no se puede mejorar.

El director se da el lujo de volver loca a su protagonista, y de jugar también con nuestra sanidad mental. Además-y si no la han visto, fíjense- la película está llena de detalles y blanco y/o negro, no escatima en efectismo para enfatizar una idea, en vestir a Nina de un color según su estado anímico o en recurrir a imágenes casi burdas para inquietar al espectador. Ese efectismo también se refleja en la cámara al hombro que casi ahoga a Nina, mostrando el laberinto de su cabeza que, a su vez, se extrapola a lo que la rodea. Seguro más de alguno quedó con la interrogante dando vueltas: ¿Lo que vimos pasó, o era parte de su paranoia ? La gracia está en que al director no le interesa contestarnos.



Al final, no es tan descabellado lo que nos muestra Aronofsky. Queramos o no, vivimos distorsionando la realidad, desarmando las piezas de los hechos y rearmándolas a nuestra conveniencia, viendo miradas sospechosas, pelambres y reproches en gente que ni siguiera se ha percatado de nuestra existencia. Yo, por lo menos, lo reconozco. Nunca he tenido alucinaciones a lo Nina, pero tal vez no disten mucho…

Eso que nos puede parecer exagerado de Black Swan, incluso inverosímil, creo que no es más que una representación embellecida de nuestros propios miedos, paranoias y exigencias. Sólo una forma coreográfica de interpretar lo que a todos nos aqueja, porque es propio de nuestra subjetiva humanidad.

…parece que voy por la quinta.


10 de febrero de 2011

EL ORIGEN: Qué sueño.

Ya, fui a ver El Origen; esto de mantener un blog vivo no permite quedar al margen del éxito comercial de turno. Además, el tema de los sueños siempre me ha dado vueltas; más allá de sus señales simbólicas, o saber qué significa que se me caigan los dientes, me intriga la pregunta del millón: ¿Por qué el mundo onírico tiene que ser ficción, y la vigilia, la Realidad? Los seres humanos somos tan arrogantes…siempre me ha parecido un acto de soberbia creer que los sueños se acaban cuando abrimos los ojos, y que su continuidad se desvanece en la vigilia. No sé, creo que hay que tenerles respeto.

Como a muchos de ustedes les consta, he predicado hasta el cansancio (de los otros), que Eterno Resplandor de una mente sin recuerdos es la película de mi vida…bueno, ahí sí que se meten de cabeza en la materia gris del protagonista, siguiendo un mapa mental que es difícil de imaginar, pero fácil de manipular; esta idea, a mi parecer, se desarrolla de manera elegante, sensible y -sin miedo a pecar de arrebatada-perfecta. (paro acá para no irme por la tangente y hablar de la película que nos convoca).

Con dicho background mental partí a ver El Origen, sabiendo que me enfrentaría por 2 horas y media a un posible recocido de efectos especiales, gringos imbatibles, ciencia ficción, patadas voladoras a lo Matrix, planes secretos y quizás un pie forzado para una historia de amor. Pero también, en espera de encontrar una espacio sólido de reflexión acerca de la realidad onírica y su importancia en nuestras vidas…

Digamos que no fue así. Es decir, fue explosión, efectos especiales, Matrix, gringos imbatibles, intrigas, pie forzado para historia de amor e incluso comandos secretos en la nieve (¿?) Pero de aporte, pocazo.
Provoca cierta impotencia ver una idea sólida y un guión que se vislumbra genial –y en eso doy mis respetos al señor Nolan -, delatar a todas luces la mano negra de Hollywood. Porque a pesar de un comienzo prometedor, a medida que los personajes fueron bajando en los niveles del sueño, me fui sumergiendo en las fauces del mareo y de mi asiento. Incluso con la secreta ilusión de que en mi sueño podría ponerle stop a la película.

Convengamos; la idea de sacar provecho de los sueños y manipularlos a nuestro antojo es muy atractiva. Pero difícil escuchar el mensaje de Morfeo entre tanta explosión, mientras se opacan los destellos de una trama que podría haber sido mucho más, si hubiera tenido menos. ¿Me explico?

Hay películas como Pi o Memento (también de Nolan), que me costó entender, y lo admito con cierta dignidad. Pero hay un límite que rompe el deseo. Una cosa es poner a prueba el CI del espectador; otra, es saberse explicar. Y si la idea queda grande, entonces mejor sacarle maleza. Para ver menos, pero quedarse con más.

10 de enero de 2011

GALANES DEL CINE: ¿El ocaso del macho alfa?

Convengamos que todas nos hemos enamorado de un varón tamaño gigante (…mal pensados nomás…) Recuerdo una película de Woody Allen que aunque no es de las mejores, sí es de mis regalonas: La Rosa Púrpura del Cairo. Ahí, Mia Farrow es una tímida jovenzuela que va al cine una y otra vez a ver su película favorita, porque está secretamente enamorada del protagonista. La cosa se pone buena cuando el galán en cuestión le echa el ojo y, así como si nada, sale de la pantalla para comenzar un fogoso romance con la emocionada espectadora. Después todo se complica porque claro, es de Woody Allen, lo que conlleva una serie de rollos existenciales que hacen que el romance no se la lleve gratis. Pero igual se agradece el gesto.  


Flaco favor le han hecho los galanes de la pantalla a los varones de la vida real. Salvo honrosas excepciones (ejem!), por estos lados de la realidad escasean los machos arrebatados y verborreicos, capaces de colarse en un aeropuerto, correr sobre autos en un taco o incluso pararse con una transistor gigante afuera de tu ventana sin miedo ni verguenza...(Say anything)

Para perjuicio del macho carne y hueso, son demasiados quienes se han paseado por la pantalla grande derrochando hormonas, frases para el bronce y buenas intenciones, con la confianza y desfachatez de aquel que sabe que no importa lo que haga, “everything it’s gonna be just fine, baby”...

A través de la comedia romántica y todos sus derivados, se han perfilado 2 tipos de galanes: el guapo mujeriego, cínico y patán, que un buen día conoce a la pajarilla que lo guiará hacia el maravilloso mundo de la monogamia, mientras redime su rol de villano y muestra que en el fondo, todos los americanos son dulces: Hug Jakcman, Mathew McConegy, Jude Law y todos los de su especie.

 Por otro lado, está el antihéroe alejado de la mano de Dios, pero que siempre termina del brazo de la mujer de sus sueños. Parece que prefiero los segundos; tienen ese “nosequé” que radica en una torpeza pre-meditada, una inteligencia aguda disfrazada de estupidez que los hace más reales y atractivos que cualquier galán de turno (se recomienda artículo Antihéroes, escrito por quien les habla). Adam Sandler, su infantilismo y cara de adolescente en pleno crecimiento. Ben Stiller, su mala suerte crónica y enjuta humanidad. Patrick Dempsey, que pasó de ser el nerd de Novia se Aquila, al deseado McDreamy en Grey’s Anatomy (y que, ipso facto, dejó de pertenecer a esta categoría )




Ahora último, ha surgido en mi universo personal un nuevo tipo de galán: el que luce su lado femenino, se enamora como nena en camisón y asume sin tapujos su condición sexual. Ejemplos: Heath Ledger y Jake Gyllhengal en Secreto en la Montaña; mientras rodaban por los prados con sus camisas escocesas, yo sólo pensaba en que no sabría por cuál decidirme. Por otro lado, mi idilio unilateral con James Franco nació luego de verlo en Milk, enamorado de Sean Penn y marchando por los derechos homosexuales. Incluso Ewan McGregor ganó puntos en       
I love you Phillip Morris , con cabellera oxigenada y coqueteando con Jim Carrey (es muy buena y ahora está en cartelera, pero bajo el soberanamente estúpido nombre de Una Pareja dispareja)


¿Los tiempos del macho alfa estarán llegando al ocaso? ¿Tendrán los recios que bajar la guardia?

Sea cual sea su tipología, estos personajes siempre se las ingenian para hacernos tilín. Intuyo que su atractivo se debe al halo de confianza que los envuelve; no necesitan dar explicaciones ni reforzar la seguridad en sí mismos de formas ridículas, porque como espectadoras sabemos que están ahí para triunfar, protagonizar un final feliz y comer perdiz. Las decepciones o caídas posteriores, nunca las sabremos. El cine, como arte fantástico por excelencia, se encargará de perpetuar el idilio y esconder para siempre los avatares propios de la vida real...

Sólo nos queda estar atentas, porque a veces los galanes sí se salen de la pantalla…